“Carlistas con banderas” en Etxarri-Aranatz. Las impresiones del voluntario inglés Frederick Henningsen. (II de II)

Raul Guillermo ROSAS VON RITTERSTEIN

Tras la derrota de los carlistas en Larraga, que les llevó a retirarse a Ziraurki y Mañeru, las fuerzas de Mina de guarnición en Pamplona aprovecharon para acudir en socorro de sus compañeros sitiados en Elizondo en el Baztán. Sabedor de esa intención, Zumalakarregi merced a esos rápidos desplazamientos que le hicieran famoso, se transladó al valle de Ollo mientras Mina ascendía por la cuenca del Ulzama hasta Elizaburu1, sitio a partir del cual el constante hostigamiento sufrido por parte de las tropas de don Carlos le llevaría finalmente, tras los combates en la zona por Illarregi y Larrainzar, a retirarse hacia el Baztán por Legasa y Gaztelu. Las bajas sufridas por los cristinos proveyeron a los carlistas de la oportunidad que necesitaban para poner sitio a Etxarri-Aranatz con la seguridad de tener las espaldas cubiertas por un tiempo con respecto a las salidas de la guarnición de Iruñea y a un posible retorno de los aventurados en el Baztán.

Así, esta vez algo más pertrechados de material de sitio, los carlistas vuelven a rodear Etxarri. Es el 14 de Mayo de 1.835. Oigamos hablar a Henningsen, esta vez de primera mano: “…cortando los puentes de Erro e Izurdiaza, situados sobre el río Araquil y a su retaguardia, Zumalacárregui, con una fuerza considerable, llegó al valle de la Burunda. Hacia las doce del mediodía, nos encontrábamos delante del fuerte de Echarri-Aranaz, el más poderoso de dicho valle. Todo el tren de batir que llevábamos era un mortero de siete pulgadas y el viejo cañón de dieciocho libras de Vizcaya, el que por su aspecto deteriorado y viejo era llamado por los soldados ‘el Abuelo’. Fue colocado al final de la calle y pronto empezó a disparar sobre la posada fortificada, alrededor de la cual construyó reductos el enemigo. En España2, las paredes de las casas están construídas con tal solidez, que constituyen otras tantas fortalezas, dispuestas a ser defendidas por quien a ello se decida.”

Como indicábamos en el título, nuevamente los carlistas, con sus banderas, rodean a Etxarri-Aranatz; esta vez sí obtendrán el éxito, tras cinco días de combate y sufrimientos, en especial de parte de los pobladores de la villa, dado que la lucha se extendería más allá del fuerte, dentro mismo del corazón de la población. Frente a ellos se ubicaba un batallón de unos 500 hombres de las fuerzas cristinas, comandado por el navarro Joaquín Mezquínez3, divididos en cuatro compañías del Regimiento de Provinciales de Valladolid, ya conocidos desde los días del frustrado ataque anterior, y una de artillería de la Guardia. Las cosas habían cambiado para entonces, y la presencia de un mortero entre las fuerzas atacantes tendría no poco que ver con su triunfo final, porque el tiro elevado de esta pieza determinaría la demolición de muchas de las casas en las que se habían hecho fuertes los vallisoletanos, en función de caer las bombas a través de los tejados, la parte más débil de las construcciones. La estrategia adoptada por los ocupantes para paliar el efecto destructor de las granadas consistió en ordenar a los soldados “…que permanecieran tumbados en el suelo en el primer piso de las casas, de tal modo, que las granadas, al chocar con la tierra, explotasen en el piso bajo, y de esta manera el riesgo principal les venía de las tejas o vigas, salvo los raros casos en que estas granadas explotaban antes de alcanzar la tierra o caían directamente sobre ellos.” Cabe figurarse la tensión de los soldados y civiles sometidos al bombardeo sin más protección que ese no muy prometedor recurso…

Cruzando el cinturón de tropas carlistas que a modo de seguridad rodeaba a la asediada Etxarri en un radio de más o menos cuatro kilómetros, los habitantes de las cercanías se acercaban a contemplar el espectáculo que parecía colmar sus ansias de ver finalmente aniquilados a los enemigos: “…la multitud de aldeanos que venían desde varias millas a la redonda a presenciar la destrucción ‘de sus tiranos’, pues como tales eran considerados en todas partes. Generalmente, gritaban llenos de alegría cuando se veía el polvo rojo que se desprendía al caer las granadas sobre los tejados. En todas las localidades que más tarde sitiamos ocurría lo mismo: así como los gorriones se reúnen alrededor de la lechuza durante el día, así miles de habitantes, hombres y mujeres, ancianos y niños, todos vestidos con sus mejores trajes, como en los días de fiesta, cubrían todas las montañas alrededor de nosotros, expresando sus deseos de que tomáramos el fuerte, o sus temores de que las ‘columnas’, como denominaban al ejército cristino, nos obligaran a levantar el sitio. Cada vez que yo pasaba adelante y atrás, cientos me hacían la misma pregunta: ‘¿cómo va el sitio, señor oficial?’. La única manera de complacerles era decirles que se rendiría antes de la mañana siguiente.”

La furia y la frustración de estos baserritarras que menciona Henningsen les impedía seguramente el ver que la destrucción incluía los bienes y las vidas de muchos carlistas de la villa, pero hay aquí que introducir un matiz que el oficial inglés no deja de resaltar en otra parte de su obra, y es el que le lleva a considerar la sorprendente capacidad de los navarros para reponerse de los desastres de la guerra: “…aunque sus tropas [las de Napoleón], quemaron y destruyeron poblaciones enteras en las montañas, un año o dos después, con gran sorpresa, encontraron otras floreciendo en su lugar”.

Recuerda también el autor como una de las escenas “divertidas” del sitio los esfuerzos de unos ancianos por rescatar a su cerdo de la lluvia de balas que cruzaba la calle principal de Etxarri, “…completamente despejada, pues quedaba barrida por el fuego de cañón y fusilería del fuerte… Pero lo que principalmente me divirtió fue el observar los apuros de un anciano matrimonio cuyo cerdo corría a lo largo de la ancha calle, donde los esqueletos de más de uno de su clase demostraban el placer delicioso de que disfrutaron los cristinos al convertir los cerdos en rico manjar. Ambos ancianos, y con mucha razón, temían salir de las puertas de sus casas, y solamente interrumpían los insultos mutuos cuando querían atraer al cerdo; en vano le echaban maíz y nabos; el desorientado animal resistía toda la elocuencia de sus insinuaciones, como si se gozara en atormentarles y parecía preferir la gloria de corretear por el lugar prohibido a todo lo que pudieran ofrecerle, y volviendo la cola hacia ellos, continuó corriendo por la calle…lo llamaban ‘mi querido’ y otras frases que yo no recuerdo. Nunca me enteré si, por fin, tuvieron que llorar la muerte de este interesante animal.” Sin lugar a dudas, el aspecto trágico del asunto primaba sobre el cómico, pese a la incapacidad de Henningsen para notarlo, y en esa desesperada pareja de ancianos luchando por salvar seguramente al único cerdo que les quedaba de sus bienes, podemos ver reflejado el drama de toda la población civil del País, cogida más literalmente que nunca entre dos fuegos.

La resistencia de las fuerzas ocupantes se debía sin lugar a dudas a la esperanza de recibir un pronto socorro desde Iruña. Precisamente ese esfuerzo desesperado por alargar en lo posible la caída de la villa, llevó a que al bombardeo se sumara el cavado de una mina destinada a hacer volar las defensas del reducto fortificado. De tal manera, mientras el mortero y el viejo cañón “el Abuelo” batían en la medida de sus escasas posibilidades4 la posición cristina, contribuían a la vez a distraer a los defensores en cuanto al progreso de la operación de minado. Trescientas granadas de siete pulgadas cayeron sobre Etxarri lanzadas por el mortero carlista fabricado por Tomás Reina, junto con doscientos cañonazos. Estos proyectiles empero, fabricados por artilleros inexpertos en el arte, no tenían sus espoletas bien reguladas, y en más de una ocasión mataron a los mismos servidores de las piezas, inclusive una vez en la proximidad de Zumalakarregi, quien según Henningsen, al contemplar a los sirvientes destrozados a sus pies se limitó a decir: “¡Qué majaderos son estos artilleros!”.

En esas escenas tan propias de los combates, los voluntarios carlistas enfrentaban con atrevimiento una defensa tan extrema de parte de los sitiados, que el mismo viejo cañón y los encargados de manejarlo se veían paralizados por momentos ante el fuego de granadas y fusilería de la defensa, hasta el punto de no poder ser utilizados. A todo esto, los infantes “…se divertían colocando sus boinas en palos que sacaban de las ventanas de las casas o de los ángulos de las callejas, para engañar al enemigo, que en el acto hacía fuego.”

Como se iban encaminando las cosas, toda la suerte de Etxarri-Aranatz dependía del éxito de la obra de mina que iban practicando los sitiadores, y pese a que los defensores sabían de ese intento e inclusive habían iniciado trabajos de contramina, los carlistas obtuvieron lo que buscaban. Como señala Henningsen, un cálculo errado de parte de las fuerzas cristinas les llevó a subvalorar la capacidad del explosivo puesto por los carlistas, sobrevalorando al mismo tiempo la capacidad de su propia chimenea para diluir el efecto expansivo de los gases, y así, al ocurrir la explosión, a las diez de la noche del 18 de Marzo de 1.835, su efecto “…lanzó al aire la empalizada, el muro y tres casas; cubrió de tierra el foso y abrió una brecha que era practicable y dejó el fuerte a nuestra merced, con sólo decidirnos a sufrir pequeñas pérdidas.”

Con todo, no se emprendió el ataque, dado que había una segunda galería de mina en progreso, casi a punto de terminarse, y sus efectos habrían debilitado todavía más a las fuerzas defensoras. Con el objeto de evitar más desgracias, los carlistas propusieron entonces en un parlamento la rendición incondicional al comandante Mezquínez, y éste, tras una infructuosa contrapropuesta de capitulación, aceptó por último, a la mañana siguiente. Como buena muestra del grado de odio imperante entre los combatientes, valen las siguientes palabras de Henningsen: “Cuando nuestros soldados supieron que había sido enviado al fuerte un oficial con bandera de parlamento, sospechando que se efectuaría alguna capitulación, comenzaron a protestar y, gritando que ni una sola vida debía perdonarse, pidieron permiso para atacar el fuerte en aquel instante.”

Pese a todo, el indudable valor del comandante, que entregó la villa solamente cuando ya sus propios soldados comenzaron a pasar a las fuerzas carlistas, herido además en el pecho poco antes, obtuvo el digno reconocimiento de Zumalakarregi. Henningsen nos recuerda al respecto que: “Ocho de la guarnición, deslizándose sobre las ruinas producidas por la brecha que se había abierto, corrieron hacia nosotros, y aunque pasaron por entre una lluvia de balas disparadas por sus compañeros, sólo dos fueron heridos. Nos informaron que los soldados que se hallaban dentro estaban reducidos a la última miseria. Sin embargo, se hubieran mantenido firmes, de no haber sido por la mina, que hizo volar a cuarenta hombres que se encontraban en las casas. Al gritarles nuestros soldados que iba a volarse otra mina, se apoderó de ellos la mayor consternación. Poco después, otros veinte escaparon por otro lado y vinieron a entregarse. Antes que el comandante del fuerte hubiera dado su respuesta, sus hombres salían en todas direcciones, de tal modo que no le quedó opción alguna.” El temor a la mala fama que se había construído en torno a la figura de Tomás Zumalakarregi debió contribuir asimismo a exacerbar la resistencia de los sitiados. Por suerte para todos, en ese caso no hubo represalias5, por el contrario, los vencedores permitieron a los oficiales sobrevivientes de la guarnición marchar hasta reencontrarse con sus fuerzas en la capital navarra.

El panorama de esa parte de Etxarri-Aranatz tras la victoria, sobrecogedor aún para soldados ya de sobra familiarizados con los rigores de la campaña, queda suficientemente expresado en el texto de Henningsen: “Esto [la entrega del fuerte], ocurrió alrededor de las siete y media de la mañana. Yo fui uno de los primeros que visitaron la fortificación. Una de las casas, cuyo frente había sido todo él desgarrado por la mina, ofrecía el espectáculo de muchos cuerpos mutilados, muertos dentro de élla. A un soldado le habían volado las dos piernas; se veía otro cadáver colgando y sostenido solamente por la viga del tejado, que había caído sobre su pierna; había también varias masas negruzcas y ensangrentadas, las que era difícil imaginarse fueran los troncos y extremidades de cuerpos humanos. En el interior, todo había sido reducido a polvo por las granadas… Todos los tejados habían sido tan completamente destruídos, que durante la lluvia que cayó incesante en dos días, la mayor parte de los soldados quedaron totalmente empapados en agua: sus fusiles se hallaban roñosos, y a causa del número de soldados que vivían amontonados en los sitios más resguardados, ofrecían aquellos un aspecto misérrimo.”

438 militares de las fuerzas cristinas sobrevivieron a los cinco días que duró el sitio. Estos efectivos, formados en la calle principal del pueblo, aguardaban tras la formalización de la rendición, un destino bastante incierto, a juzgar por los antecedentes de comportamiento de ambos bandos en toda la guerra -el oficial inglés habla al respecto de la “horrible ansiedad” de los prisioneros-. Pese a éllo, y como no podía ser de otro modo, la confraternización entre carlistas y cristinos ya había comenzado antes de que fuera leída la orden de perdón dictada por Zumalakarregi, y la misma calle mayor que apenas una hora antes era campo libre para las balas y esquirlas dispersadas por la artillería, se transformó muy rápidamente en sitio de festejos: “…nuestros hombres, los que, aunque unos minutos antes pedían venganza y la sangre de sus enemigos, ahora, ansiosamente, y pasando a través de la guardia, se les acercaban para repartir con ellos la carne, el pan y el vino. Fue tan diferente el trato que encontraron del que esperaban, que todos contestaban con grandes gritos de ‘viva CarlosV’ y pedían armas para luchar en sus filas.”

Los carlistas lograron al fin obtener tres cañones, uno de ocho libras y dos de seis, y muchos otros elementos útiles para proseguir la campaña, además del factor inmaterial pero tan valioso que representó la caída de Etxarri-Aranatz para acrecentar su fama. Lamentablemente, la escolta asignada para acompañar hasta Iruña a los oficiales derrotados, comandada por el capitán jefe de la partida de Etxarri-Aranatz, resultó atacada y encarcelada en la capital por lanceros de las fuerzas cristinas, y solamente la intervención de la diplomacia inglesa de Eliot6 obtuvo su liberación. En ese ataque perdió la vida un soldado carlista y quedó herido su jefe.

La campaña de Zumalakarregi continuó en un fulmíneo crescendo de éxitos hasta el sitio de Bilbo, donde una simple herida mal atendida acabaría con la vida del mejor y más famoso comandante de toda la Guerra, fallecido en Zegama el 25/V/1.835. Henningsen por su parte, una vez concluída aquella, proseguiría su vida aventurera combatiendo en el Cáucaso contra los rusos con las fuerzas del famoso imán Shamyl y luego, con los nacionalistas húngaros en 1.848, antes de emigrar a los EEUU, en donde moriría ya viejo7, con el grado de general alcanzado en las fuerzas confederadas durante la Guerra Civil de ese país.

Etxarri-Aranatz y sus gentes verían y sufrirían en carne propia varias guerras más a lo largo de la historia, como ya lo habían hecho antes de ser visitadas por este peculiar militar escritor. Hoy, siguiendo las ideas que Henningsen desarrolla en su libro, podemos reconocer que, sin la menor duda, el pueblo vasco es demasiado fuerte para rendirse ante los efectos destructores de conflictos que nadie quiere. Dejamos entonces este relato tal como lo comenzamos, con unas palabras que, escritas por un extranjero hace ya casi 170 años, no han perdido actualidad: “En común con sus vecinos de las Provincias vascas, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, el navarro forma parte de los restos de un antiguo pueblo cuyo origen se pierde en la obscuridad de los tiempos; pero en tanto en cuanto puede descubrirse desde que la Historia existe, él ha sido independiente, inconquistado, y conserva hasta el día de hoy su propia lengua, una lengua que no tiene afinidad con ninguna otra de las que yo conozco. Acaso puede ser la de los galos, antes de que fueran dominados por los latinos y los francos. Es dura de pronunciación, pero rica y expresiva, y si se me permite opinar, creo que no fue formada para fluir de los suaves labios de un meridional. En español se la denomina vascuence, o lengua vascongada.”

Bibliografía

Carles Clemente, Josep: “Las guerras carlistas”, Sarpe, Madrid, 1.986.

Extramiana, José: “Historia de las guerras carlistas”, Vol I, Haranburu, Donosti, 1.980.

Henningsen, Charles F.: “Zumalacárregui”, Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1.947.

Idem: “The most striking events of a twelvemonth’s campaign with Zumalacarregui, in Navarre and the Basque Provinces./By C. F. Henningsen, captain of lancers in the service of Don Carlos.”, Murray, London, 1.836.

Sabatier, Alexis: “Tío Tomás: Souvenirs d’un soldat de Charles V”, Bordeaux, Granet, 1.836.

1834/5. “Carlistas con banderas” en Etxarri-Aranatz. Las impresiones del voluntario inglés Frederick Henningsen. (I de II)

1 “…[Mina] fue derrotado, y hubiera perecido con toda su división a no ser por una de esas circunstancias contra las cuales nada puede la previsión humana: el deshielo repentino, que evitó llegasen a tiempo los batallones esperados. Antes que pudiera levantar cabeza tras estas derrotas, fue tomado Echarri-Aranaz.”

2 En este punto, el traductor Roman Oyarzun aclara con mayor precisión que Henningsen que: “Esto ocurre especialmente en el País Vasco.”, cosa con la cual debemos naturalmente concordar.

3 “El comandante Mezquínez, con el cual trabé conversación, hablaba muy bien el francés. Era natural de Pamplona y pariente lejano de Mina… Parecía un hombre muy caballeroso y muy instruído, alto y delgado, entre los cincuenta y sesenta años; pero con un aspecto de los más horribles; asemejábase más bien a un orangután que a un ser humano.”

4 “El viejo cañón fue acortado como un pie; pero reventó por segunda vez por la boca. Aún se le cortó de nuevo, y aunque podía apreciarse en él una resquebrajadura muy visible, fue atado fuertemente con una cuerda muy gruesa y comenzó de nuevo a hacer fuego.” Los soldados carlistas bromeaban, según Henningsen, sosteniendo que al paso de los recortes del cañón, cuando se terminara de sitiar todas las guarniciones cristinas de la Burunda, “el Abuelo” tendría el largo de una pistola.

5 “La manera como Mina había respondido a la benevolencia con que él trató a los prisioneros de Los Arcos, no era, ciertamente, para animarle a proceder de nuevo en forma parecida. Persuadido, sin embargo, de que, contando ahora con alguna artillería y con un ejército que había aumentado considerablemente, sería imposible para él el continuar el sistema de fusilar, aunque fuera en justa represalia, a todos los que caían en sus manos, o movido por alguno de aquellos impulsos repentinos de generosidad que en la hora del éxito parecían regir sus determinaciones, resolvió, no sólo respetar la vida de todos, sino también concederles la libertad y el perdón sin condiciones, autorizándoles a ir donde les pluguiera.”

6 El Convenio Eliot del 27/IV/1.835, puso bajo normas legales toda la cuestión relativa al trato dado a los prisioneros de guerra, juicios militares y demás pormenores hasta ese momento muy poco respetados por ambos beligerantes.

7 “…The deceased was a man of striking appearance, being tall, erect and soldier-like in his bearing. He was gentleman of scholarly attainments, and spoke theFfrench, Spanish, Russian, German and Italian languages with the fluency of a native…” “The Evening Star”, Washington, Thursday, June 14th, 1.877. Es destacable que todos los artículos y notas acerca de Henningsen remarcan su forma correctísima de ser soldado.