El 10 de noviembre la ciudadanía española ha sido convocada nuevamente a las urnas. Es evidente para todos que no son unas elecciones generales precisamente normales, ya que no solamente serán las segundas elecciones celebradas en menos de un año, sino también las cuartas en menos de cuatro años.
Desde las elecciones del 20 de diciembre de 2015, las primeras desde la abdicación del sucesor de Franco en el actual Jefe de Estado, ninguno de los partidos políticos presentes en las Cortes Generales tiene la fuerza suficiente para imponer su horizonte particular ni la capacidad necesaria para negociar acuerdos amplios.
La ausencia de una mayoría parlamentaria sólida que garantice la gobernabilidad, lo mismo en términos de estabilidad institucional como de “buen gobierno”, no es consecuencia del pluralismo político sino de la crisis de régimen iniciada en el año 2011. Una crisis que no termina de cerrarse porque ninguno de los graves problemas económicos, territoriales y políticos que acumula la sociedad española puede ser resuelto en el marco constitucional vigente. Únicamente un proceso constituyente, que sitúe el modelo global de Estado en el centro del debate ciudadano, permitirá desarrollar un escenario diferente más allá de la actual estructura partitocrática.
El Partido Carlista, sin renuncia alguna a su proyecto confederal y socialista, recomienda a sus simpatizantes el voto para las candidaturas de aquellos sectores democráticos que en 2017 se opusieron tanto a la aplicación en Catalunya del artículo 155 como a la ratificación del CETA, el Tratado de libre comercio entre la Unión Europea y Canadá. Esta recomendación es realizada sin ningún entusiasmo, únicamente por responsabilidad ante la catástrofe que podría suponer un gobierno tripartito de la derecha neoliberal y recentralizadora, que disimula cada vez menos su componente criptofranquista.