1.840. Tras la Primera Guerra:

Raúl Guillermo Rosas von Ritterstein

Las paradojas de la emigración vasca al Río de la Plata.

Quien quiera leer falsedades

y acostumbrarse a mentir;

el que quisiere vivir

de un tejido de maldades

y en religión ser ateo,

vaya hoy a Montevideo

[…]

Quien quiera hablar en francés,

en catalán, vascongado,

todo idioma arrevesado,

y que no sepa quien es,

y hallarse en un entremés

o en un extraño museo,

vaya hoy a Montevideo.”

Estas coplas son las iniciales y finales de una canción bastante más larga, publicada en Buenos Aires durante los primeros días de 1.840 bajo el título “Quien quiera leer falsedades”. Dada la situación política en ambas orillas del Plata por aquellos tiempos, pronto se volvería parte del folklore y es de ese modo que ha llegado hasta nosotros, recopilaciones mediante.

Más allá de la peculiar consideración del autor con respecto a los idiomas que cita -es muy posible por lo demás que en su concepción y dadas las características sintácticas, el “arrevesado” cuadrara específicamente a uno, no es necesario decir cuál-, y de la significatividad de los mismos en su relación con lo que venía sucediendo por ese momento en España y Francia, la descripción de la ciudad capital del Uruguay en aquellos días es bastante sugestiva. Más si tenemos en cuenta que hacia ella se dirigía la emigración carlista.

Recordemos un poco el acontecer político de aquellos tiempos en ambas márgenes del Río de la Plata, puesto que eso nos ha de servir para identificar los problemas -y las paradojas, de allí el título-, a los cuales se verían enfrentados los emigrantes derrotados de la Primera Guerra.

En 1.840 gobernaba por segunda vez en la provincia argentina de Buenos Aires Juan Manuel Ortiz de Rozas, principal líder del partido federal de su país, como referente máximo de una liga de gobernadores provinciales de la misma tendencia que, en virtud de una serie de pactos y acuerdos interprovinciales habían delegado en él la dirección de las relaciones exteriores de la Confederación toda. Desde aproximadamente 1.835 se desarrollaba en La Argentina la fase más dura de una cruenta guerra civil entre la facción unitaria, liberal al menos en la teoría, y volcada a introducir en el país a golpes de espada si fuera menester, una serie de reformas que habrían de hacer de él un dechado de civilidad y constitucionalidad[1] según el modelo europeo de moda, y la federal, indiscutiblemente mucho más cercana a los intereses de los sectores populares y tradicionales de la joven nación. El Uruguay por su parte, desde su declaración de independencia en 1.825, favorecida por el accionar británico en ese sector de Sudamérica, había vivido un proceso similar, agravado si se quiere por los intereses del vecino imperio del Brasil que consideraba una política de fronteras naturales, según la cual aquel pequeño estado independiente debía ser incorporado a su corona, que llegaría así a asomarse a las orillas del Río de la Plata. Los intereses geopolíticos de todos los involucrados en este proceso llevaron naturalmente a que Argentina sostuviera la independencia de su inmediato vecino transplatense, en fin de cuentas hasta hacía muy poco tiempo atrás parte integrante del Virreinato del Río de la Plata, creado en 1.776 y disuelto en 1.810 por la revolución de Buenos Aires.

También el Uruguay vio crecer los mismos partidos que competían en Argentina, llamados en este caso Blancos -federales-, y Colorados -unitarios-. Es el caso que por octubre de 1.838 y tras algunas previas intentonas fallidas desde hacía dos años, el grupo colorado uruguayo, con el apoyo de los unitarios argentinos y los representantes diplomáticos, militares y comerciales de Francia e Inglaterra, logra deponer al presidente legal, Oribe, en el marco de un amplio plan internacional basado en Londres y que tendía a colocar en los gobiernos de la región a grupos ideológicamente afines que facilitaran el control extracontinental de esa parte de Sudamérica. Oribe, refugiado en Buenos Aires, recibirá el apoyo de Ortiz de Rozas y, dado el escaso arraigo del gobierno de facto en su propio país, muy pronto el área que éste controla se limitará a la ciudad capital, Montevideo, a la cual le pondrán un largo sitio las fuerzas blancas y federales, un sitio que durará desde 1.843 hasta 1.852, cuando una nueva ofensiva militar y financiera dirigida desde la City londinense, París y Río de Janeiro por los representantes o dependientes de la casa de finanzas Rothschild, logrará conjurar una alianza entre el Imperio del Brasil, los unitarios argentinos y los colorados uruguayos, concretada en los hechos cuando la diplomacia brasileña adquiriera, no muy caros, los servicios de Justo José de Urquiza, comandante del ejército más importante de la Confederación Argentina aparte del que sitiaba a Montevideo, logrando que se sublevara y derrotara finalmente a Ortiz de Rozas en 1.852. A partir de ese momento la integración de los países del Plata a la esfera política y económica subordinada a los intereses de Inglaterra era ya un hecho.

Pero faltaba bastante para ese momento, cuando los primeros emigrados masivos vascos, casi todos exiliados por motivaciones políticas[2], llegaron al Río de la Plata. El Uruguay vivía su guerra civil propia, la llamada en su historiografía “Guerra Grande”, de cuya saña da una idea la descripción del autor inglés William Henry Hudson, nacido por aquel entonces en Buenos Aires, quien denomina al país en uno de sus libros “La tierra púrpurea”, por el color de la sangre derramada.

A esa zona y a ese conflicto es que se incorporarían los carlistas derrotados.

Los buques de arribada desde Europa recalaban normalmente en Montevideo, cuyo acceso era mucho más fácil dadas las características de la costa uruguaya del Plata en comparación con la margen argentina donde se asienta Buenos Aires. El sitio terrestre a la ciudad capital del Uruguay no tenía en los hechos un equivalente marítimo, porque la pequeña escuadra de la Confederación Argentina que debía realizarlo era presionada y mantenida a distancia por los buques de guerra de las estaciones marítimas francesa e inglesa destinadas en el Río de la Plata, sin cuya colaboración tampoco hubieran podido mantenerse los sitiados de Montevideo. Poco más adelante, al recrudecer la ofensiva anglofrancesa desde 1.845, fue Buenos Aires la que resultó bloqueada, por largo tiempo. De tal modo, no había problemas para la recalada en la ciudad “sitiada” de las naves que realizaban el tráfico común con Europa. No sucedía lo mismo con sus pasajeros una vez desembarcados en élla.

Avanzado el conflicto entre la Confederación Argentina y las potencias europeas, muchos buques con destino final planeado en Buenos Aires resultaban asimismo derivados a Montevideo. De más está decir que los sitiados, carentes de personal suficiente para llenar las filas de defensores, echaban mano de cualquier individuo medianamente apto para el servicio de armas. Así devino la ciudad en ese “extraño museo” de las coplas. Al respecto, el más fuerte representante de las finanzas inglesas en Montevideo, Samuel Lafone, quien asimismo era propietario de extensos terrenos en la ciudad -incluyendo la Plaza Mayor y el Cabildo-, y la campaña, las rentas aduaneras, bancos, industrias, minas, etc. y aún en las Islas Malvinas, ya por ese entonces invadidas por las fuerzas inglesas, era también, además del mayor prestamista para el gobierno, como lo cuenta uno de sus biógrafos: “Colonizador emprendedor y tenaz, trajo al Río de la Plata a numerosos vasco-franceses que actuaron destacadamente en la defensa de Montevideo.”[3] Muchos años después, ya cerca de su muerte y habiendo quebrado como resultado de un error de cálculo en inversiones sobre la Guerra de Crimea, este mismo Samuel Lafone sostendría en una serie de cartas que “el federalismo en lo político y el Catolicismo en lo religioso eran la causa de todos los males que habian afligido y afligían a los países rioplatenses[4] Por 1.850, el control financiero de la ciudad pasará de los Lafone a otra dependencia de la casa Rothschild, esta vez en Brasil, el Banco Mauá, de mucha mayor capacidad económica, con el fin de subsidiar la cercana guerra contra Ortiz de Rozas y la Confederación Argentina.

Montevideo era en ese momento un cuerpo extraño insertado en el territorio uruguayo, con un altísimo porcentaje de extranjeros[5], que superaba ampliamente a los naturales. De esa situación tan peculiar da cuenta la “boutade” de un historiador contemporáneo que, comentando el libro de Dumas titulado “La nouvelle Troie”, dedicado a exaltar bajo pago a los sitiados, dijo que extraña Troya debía ser aquella, en donde los troyanos estaban del lado de afuera de las murallas y los aqueos adentro…

José Gestal, un gallego residente por largo tiempo en Montevideo, cuyas cartas del período constituyen una interesante fuente de análisis, sintetizaba el 26/VIII/1.842 la posición común de la mayoría de los extranjeros al decir: “…hay que hallarse aquí, expuestos como lo están más de diez mil españoles a sostener con el fusil las revueltas de estos hombres y a satisfacer las contribuciones forzosas que nos echan.”

Y la realidad manda. Por inicios de Abril de 1.843, el gobierno de Montevideo decide encuadrar a los extranjeros en “Legiones”, teniendo en consideración las deserciones constantes de los “españoles” que huyen de la ciudad y se incorporan a las tropas sitiadoras[6]. Imaginemos que una de las legiones, la italiana, estaba bajo el mando nada menos que de Giuseppe Garibaldi[7] y lo que podía sentir un carlista combatiendo en tan extraña compañía…

Como pensado adrede para incrementar la paradoja, una misión diplomática uruguaya de visita en España obtiene la promesa de que Baldomero Espartero reconocerá en 1.841 la independencia del país. Esta jugada de política del “valiente general” de la zarzuela -la obra  musical, que no el palacio-, tan inclinado a respetar los pactos que garantizaba con su espada -lo mismo ocurriría con el reconocimiento del Uruguay-, obedece en realidad a la presión ejercida desde Inglaterra, que busca con éllo frenar la influencia cada vez mayor ejercida por la Confederación Argentina sobre el territorio uruguayo.

Como indica un especialista: “ [Los españoles]… En el ejército sitiador constituían un batallón casi íntegramente compuesto por vascos. Estos últimos, en su inmensa mayoría carlistas, veían en Rosas y Oribe a otros tantos Zumalacárreguis, a quienes estaba confiada la defensa de la tradición contra las ideas extranjerizantes de los sitiados. Para los vascos del Cerrito [sede del comando sitiador], los españoles que peleaban a placer en La Nueva Troya eran, por comprensible simplificación, isabelinos, logistas y camarilleros

Lo cierto es que mientras los primeros servían, salvo raras excepciones, de buen grado, los segundos (excepto un reducido número), lo hacían por carecer de toda protección diplomática o consular que impidiese la compulsiva convocatoria a las armas, [o atraídos “por el talismán del Oro”[8], n. d. a. ]. Por otra parte, los súbditos de Su Majestad Católica que llegaban en los terribles días del sitio, padecían, acrecentadas, las privaciones que venían soportando nacionales y extranjeros.”[9]

Las gestiones de los representantes diplomáticos y de la Armada española de guarnición en el Río de la Plata, por lo demás, causaron un inesperado estrago entre los sitiados de Montevideo, pues se esperaba allí que la diplomacia isabelina lograra hacer que los vascos enrolados en las fuerzas sitiadoras abandonaran las armas. Lo cierto es que, como afirmaba el oficial unitario argentino Tomás de Iriarte[10], en ese momento en Montevideo como otros tantos exiliados de su país, eran aquellos vascos quienes: “…entre sus tropashan desplegado más decisión y contribuido con más eficacia en todas las funciones de armas; las que más daño nos han ocasionado.” Muy en contra de lo esperado, la gestión hispana concluyó con un engrosamiento de las filas oribistas, puesto que muchos españoles enrolados en Montevideo hallaron la ocasión propicia para abandonar de manera legal las fuerzas de la defensa y seguir su vida cotidiana o, en numerosos casos, entrar al servicio de las tropas sitiadoras, de modo tal que por 1.845 varios cuerpos militares de Montevideo se hallaban en esqueleto y, como señala de Marco: “…en cambio, los vascos de Oribe, como se los denominaba murallas adentro, seguían firmes en sus puestos.”[11] Una imagen más clara de lo que en realidad venía sucediendo la da el hecho de que la prosecución de la gestión oficial española del cónsul Creus, en este caso ante los sitiadores, con el pedido a Oribe de dejar en libertad a los súbditos del reino, fracasara ante lo inexcusable del punto de que los españoles y vascos que militaban en ese ejército eran todos voluntarios -ya que no había obligación de servir para los extranjeros-, inclusive, como ya hemos visto, muchos desertores del enrolamiento compulsivo llevado a cabo en Montevideo.

En la última etapa del sitio, cuando la ya citada defección del general Urquiza y su giro hacia la coalición internacional que terminaría con los gobiernos de Ortiz de Rozas y Oribe mostró como inútil la prosecución del mismo, los vascos carlistas, nuevamente entre los derrotados, intentaron negarse a acatar el armisticio previo a la ya inexorable rendición de las tropas de Oribe . Resulta sin duda casi imposible ubicarse en la posición de todas estas personas que de nuevo verían disolverse sus ilusiones en el marco de una política internacional de muy alto nivel para la cual ni siquiera existían.

El ejemplo de lo que por ese momento ocurría nos lo da su comandante, el coronel Ramón Bernardo Arteagabeitia Urioste, quien se negaba a reconocer la derrota y a deshacer su batallón, el “Voluntarios de Oribe”. La cuestión era complicada por varias razones, puesto que no sólo actuaban en el problema los antecedentes carlistas de esos soldados, sino además el punto legal de que, al servir voluntariamente a fuerzas de otro país, su apelación a la protección del representante legal español, en ese momento Topete, era por lo menos dudosa.

Con todo, no escapaba a ese representante cuál amenazaba con ser el futuro de los combatientes vascos en manos de los nuevos vencedores. Otra venganza de aquellos sobre los vencidos, pese al lema de cierre de la guerra en el Uruguay, “ni vencedores ni vencidos”, no era justamente imposible teniendo en cuenta los antecedentes cercanos y lo que en Buenos Aires ocurriría poco más adelante.  Tras una seria discusión con Arteagabeitia, acusado, ¡cuándo no!, de “falta de españolismo” por el comandante español, los entre 300  y 700[12] miembros del batallón obtuvieron una nueva carta de nacionalidad española que les protegería, aprobada porel gobierno de Isabel II en Febrero de 1.852. El comandante del “Oribe-Erri” moriría menos de un año después de la disolución de la unidad militar por él mismo creada.

En la Buenos Aires de 1.855, 976 personas reconocieron en el Censo ser originarias de las Provincias Vascas[13]. No todas habían llegado directamente a esa ciudad ya que, como señala la investigadora Nora Siegrist[14] en un capítulo de su trabajo, titulado “Fluctuación de estos pobladores entre ambas márgenes del Río de la Plata”, hubo un marcado efecto de atracción ejercido por Buenos Aires sobre gran parte de los inmigrantes llegados en principio a Montevideo durante el período de la Confederación Rosista. Todo nos autoriza a suponer que por lo menos una importante cantidad de los mismos debe haber estado integrada por carlistas nuevamente desengañados. Es más. Más allá de la mera suposición basada en una interpretación empírica de las probabilidades, hay testimonios al respecto de descendientes de esas gentes, como es el caso del conocido publicista argentino Arturo Jauretche (1.901-1.974), quien cuenta en sus memorias como vinieron “…vascos derrotados en las guerras carlistas…”[15]

Los análisis llevados a cabo hasta el momento sobre el material documental disponible son poco extensos, en general por razones de falta de presupuesto y, en parte, por carencia de interés en cuanto al tema específico de la Primera Guerra Carlista y sus emigrantes en el Río de la Plata. Tampoco pueden extraerse de las fuentes datos precisos al respecto, pues no interesaban a los censistas, y hay que recurrir a otras formas de tratamiento estadístico.

Por lo que sabemos, existe un material interesante y que debería ser tomado en consideración para profundizar el estudio. Durante la mayor parte del sitio de Montevideo, el periódico federal “La Gaceta Mercantil” de Buenos Aires publicaba las listas de desertores que abandonaban la ciudad para incorporarse al ejército de Oribe y lo mismo se hacía en los Boletines diarios de la jefatura sitiadora en el campamento del Cerrito, haciendo constar nombres y apellidos, cuerpo y origen. Un estudio a fondo de ese material que ronda los mil individuos y su contraste con el censo bonaerense de 1.855 puede tal vez llenar algunas lagunas estadísticas acerca de estos emigrantes que sin mayor suerte “reincidieron” en las luchas políticas que suponían haber dejado atrás. Muchos de entre ellos habrían suscripto las palabras de Iparragirre: “Baina bihotzak dio: zoaz Euskal Herrira!”.

Goazen beste herrira, han ere txakurrak badira.

[1] Un lema que corría por ese momento, referido a uno de los primeros y abortados proyectos de Constitución unitaria sostenía que “el sombrero está hecho, preciso es amoldar la cabeza”. El sombrero era, es claro,  la Constitución y la cabeza el pueblo que debía recibirla.

[2] Pildain Salazar, María Pilar: “Ir a América. La emigración vasca a América. Guipúzcoa (1.840-1.870), Donosti, 1.984, pp. 86-139.

[3] Guillermo Furlong SJ: “Samuel A Lafone Quevedo”, ECA, Buenos Aires 1.964, p. 9. Es decir, como hemos visto, en la defensa de los intereses comerciales del señor Samuel Lafone y sus mandantes.

[4] Idem, p. 10.

[5] De un total de 32.000 habitantes, 11.000 eran nativos, y de entre ellos más de 5.000 ex esclavos negros “liberados” para servir en el ejército. La participación de 2500 combatientes franceses (es decir, el 50% de los efectivos del ejército Colorado) es particularmente significativa de la predominante presencia francesa en el Uruguay de esta época. Mientras en Francia comenzaba la colonización de Argelia, Montevideo se había vuelto una capital europea con fuerte componente francés: los 2/3 de sus habitantes eran de origen extranjero. La mitad de ellos, o sea una persona de cada tres, eran franceses nacidos mayoritariamente en las orillas del Adour o en un valle pirenaico.

[6]Sobre todo, vascos españoles se nos fueron como 300 q. le han servido y aún le sirven mejor q. nadie. La chusma de quinteros y gauchos de q. se formó una caballería de 600 hom. se fue también cuasi toda. Todos los mozos orientales y bastante de los españoles también desertaron. Se nos fueron, en fin, en el primer mes, como 1000 hom. a Oribe” (Luis L. Domínguez desde Montevideo a Félix Frías, 12/IX/1.843). Se trata principalmente de la defección del batallón de guardia de extramuros “Los Aguerridos” de vascos de Egoalde que desertó en masa tras sus jefes poco después de haber sido creado.

[7] Este complejo personaje tuvo una actuación bien desafortunada en ese período. Desconociendo por completo las formas de vida y la cultura de las tierras en las que actuó como mercenario -como ejemplo, no sabía andar a caballo, cosa que en las tierras rioplatenses de mediados del siglo XIX era equivalente a una herejía-, se granjeó junto con sus coterráneos una fama mezclada de pirata, saqueador, ladrón y cobarde que le siguió inclusive, coplas burlonas mediante, a lo largo del resto de sus andanzas sudamericanas.

[8] La frase pertenece a uno de los ideólogos liberales del partido unitario argentino, Juan Bautista Alberdi, prácticamente el padre de la posterior Constitución “federal” de su país, quien señalaba en una carta de 1.841 que la mejor forma de seducir para servir en su favor a los 30.000 extranjeros del país era entusiasmarlos “…con el talismán del oro…”, sistema que, por lo visto, en numerosas ocasiones daba muy buen resultado. Corroborando esas palabras, cuando a principios de 1.848, las crecientes angustias económicas de los sitiados en Montevideo llevaron a plantear la rebaja de los salarios de sus fuerzas militares, las tropas vascas de Iparralde amenazaron con una sublevación masiva y el consiguiente temor de “…quedar a discreción de una soldadesca desenfrenada” -en palabras del representante español-, llevó a anular de inmediato el planeado recurso.

[9] De Marco, Miguel Ángel: “La armada española en el Plata (1.845-1.900)”, Universidad Católica Argentina, Rosario, 1.981., pp. 18-19

[10] “Memorias. El sitio de Montevideo”

[11] Idem, p. 24.

[12] Las cifras oscilan con mucha amplitud, como vemos, entre las dadas por el representante español y las estimadas por otros historiadores de aquel momento promediando los datos de ambas facciones. Puede suponerse que para fines de 1.851 ya muchos soldados sitiadores se habrían alejado por su cuenta ante el próximo fin de la guerra. En cualquier caso, la integración de la unidad como la señala el historiador uruguayo Irigoyen Artetxe en un informativo artículo de “Euskonews & Media” núm. 136: “Plana Mayor -en la cual se incluía la artillería y los músicos- ,… cuatro Compañías de infantería, una Compañía de Granaderos, unaCompañía de Cazadores, un Piquete de Caballería y una Partida de Guerrilla; ascendiendo la fuerza a un total de 689 hombres. Esta cifra, con pequeñas oscilaciones, se mantuvo durante toda la guerra.”, indica que no era una creación improvisada.

[13] Siegrist Urquiza de Gentile, Nora: “Inmigración vasca en la ciudad de Buenos Aires 1.830-1.850”, Eusko Jaurlaritza/Kultura Saila, Gasteiz, 1.992, p. 41.

[14] Id., p. 121.

[15] Jauretche, Arturo: De memoria. Pantalones cortos”, Peña Lillo, Buenos Aires, 1.973, p. 38.