La estafa de los vencedores

Del libro EL CARLISMO Y LAS AUTONOMIAS REGIONALES de Evaristo Olcina

En la primera guerra, las intrigas, que desembocaron en el Convenio de Vergara, fueron dirigidas fundamentalmente a persuadir a los combatientes de que sus respectivos fueros serían respetados si deponían cuanto antes las armas, mientras que los pondrían en peligro si, por el contrario, prolongaban la lucha. La maniobra iba dirigida de manera especial al elemento popular carlista. Al militar de graduación, se la aseguró que grados, condecoraciones y honores le serían respetados, y parece que eso les bastó para allanarse. A nosotros ahora sólo nos interesan las promesas forales hechas al pueblo, y cómo fueron cumplidas por los vencedores. Esto es lo que vamos a estudiar a continuación, tanto en lo que atañe a ña contienda primera como a la del 72-76, porque las dos tuvieron desenlaces paralelos y consecuencias idénticas.

“PAZ Y FUEROS”.

Parece ser que las maniobras para lograr el desfonde del campo carlista se iniciaron, en la primera guerra, en el año 1.835, concretamente el 18 de febrero, cuando se presento en Madrid el escribano José Antonio Muñagorri (liberal y centralista antepasado de la familia Caro Baroja) con la propuesta de iniciar una contraofensiva foral, que habría de partir de los propios vascos, y que tendría como objetivo primordial crear un estado de desconfianza entre los combatientes en cuanto a los objetivos por los que luchaban. El proyecto no se materializó, sin embargo, hasta 1.838, cuando se alzó con unos 300 hombres al grito de “PAZ Y FUEROS”. Alzamiento que, como era de esperar no tuvo éxito alguno, pero que sembró una cierta inquietud entre los voluntarios vascos, cansados de la ya excesivamente larga guerra. Sin ninguna duda, el famoso liberal-fuerismo de los Baroja está originado en un intento de justificación vasquista de un antepasado liberal-burgues-mercantilista.

Otro de los personajes más efectivos apareció en escena el mismo año. El más interesante de todos ellos sería el madrileño, de padres guipuzcoanos, Eugenio Aviraneta Ibargoyen. Avinareta fue el más inteligente de cuantos intrigantes existieron en todo el siglo XIX. A él se debe fundamentalmente que el proyecto de conseguir la paz a todo trance tuviese éxito entre los combatientes carlistas. El mismo narra, en una Memoria dirigida al Gobierno español (Madrid, 1.844, 2ª edición), el desarrollo de las actividades encaminadas a conseguir la descomposición en el ejército de don Carlos. So habilidad llegó al extremo de utilizar al mismo Maroto, enfrentándolo con el rey; otras, haciéndole aparecer como su más leal general, y como traidores a los que realmente eran carlistas. Pero dejemos estas intrigas de gabinete y salas de banderas, y veamos cómo preparó al pueblo para sus manejos.

Los vascos que apoyaban a don Carlos, aunque cansados de tanta guerra, no mostraban recelo hacia sus mandos ni inquietud alguna respecto al futuro que aguardaba a su país bajo el régimen carlista. Había, pues, que despertar el sentimiento racial vasco, exacerbando su innato foralismo, para que se produjese un inmediato enfrentamiento con los restantes voluntarios de otros territorios, es decir, con los combatientes conocidos por el genérico de “castellanos”. Para lo cual empieza Aviraneta por culpar con machacona insistencia a los “castellanos” carlistas de todas las calamidades de la guerra y del incierto futuro de los vascos en un panfleto redactado por él a tal fin, bajo el título de Carta que escribe un labrador vascongado a un hojalatero, al que pertenecen estos párrafos:

“En tiempo del rey Fernando VII vivíamos los vascongados en halagüeña paz, éramos felices y nuestra prosperidad se aumentaba de día en día bajo la observancia de nuestras antiguas leyes o fueros que heredamos de nuestros mayores. Todo el mundo podía reconocerlo. Apenas el rey cerró los ojos vinieron inmediatamente unos cuantos castellanos holgazanes (Verástegui y Alzaa parece que eran castellanos así como los miembros de las Juntas Generales de Bizkaia, Araba y Gipuzkoa) a engañar a los honrados y nobles vascongados, sublevándolos contra su hija querida de aquél, bajo el pretexto de defender la religión y los fueros, cuando nadie pensaba en atacarlos en lo más mínimo (véase el Discurso preliminar de las Cortes de Cádiz así como el real decreto de 30 de noviembre de 1.833) (…).

Al principio de la guerra, vascongados era el famoso Zumalacarregui, (¿) que esos haraganes e incapaces castellanos hicieron matar; vascongados fueron también otros muchos compañeros de aquel varón ilustre que han muerto en las batallas. Después vino una cáfila de flojos castellanos, que necesitan macho o burro para trasladarse de un punto a otro. Ellos trajeron un hombre, que llaman rey, hermano de Fernando y tío de la reina de Castilla, con ánimo de quitar, a costa de nuestra sangre, la corona a su sobrina, no de conservar nuestros fueros (…). Sois una pesada carga y en Castilla mismo os tienen bastante odio o el mayor aborrecimiento. Esto es cierto y vemos, sin embargo, que los castellanos, llenos de rencor con la ira del tigre, son los dueños de nuestra juventud, de nuestros pueblos y de nuestras haciendas, dominando a todos los vascongados. Tengamos paz, y si esas gentes son tan valientes y fuertes, que se vayan a los anchos campos de Castilla.”

El panfleto, traducido y repartido profusamente también en vasco, produjo un efecto inmediato. Una corta Memoria de los comisionados de la línea de Hernani, que Aviraneta incluye en su obra para dar más carácter de autenticidad a la relación de sus intrigas, los firmantes del documento dicen, refiriéndose a la citada “carta” y a sus consecuencias:
“Arreglado a sus órdenes (a las de Aviraneta) se introdujo en el campo enemigo, esparramando los papeles en los pueblos y batallones, que los leyeron con avidez, como cosa no vista hasta entonces en el suelo vascongado. -Desde aquella época data el principio de la creación del gran deseo de la paz en todas las clases de país dominado por el enemigo. Allí empezó esa especie de contagio moral, que por días e instantes fue fermentando y se hizo una necesidad”. De esta “PAZ”, falsamente creada, todo el Estado y toda la nación vascongada seguimos padeciendo sus consecuencias.

Efectivamente, la siembra dio pronto sus frutos: la descomposición se extendió por todo el campo carlista. Los militares, asimismo bien trabajados, sólo aspiraban a mantener sus grados mediante un acuerdo que se los garantizase; Para ello apoyaron en buen número, consciente o inconscientemente, la maniobra, mientras el pueblo ya sólo deseaba la paz con la inexcusable condición de conservar sus libertades forales. La urgencia de consolidar lo que el arduo trabajo de los conspiradores había conseguido inspiró al general Maroto -ya simple instrumento de la maniobra- la publicación, el 25 de agosto de 1.839, de una proclama, en la que fingía la visita de unos emisarios del campo enemigo con varias proposiciones para deponer las armas, entre ellas: “Reconocimiento de los fueros provinciales en toda su extensión” y “reconocimiento de todos los empleos y condecoraciones en el ejercito, dejando al arbitrio el ascenso o premio de alguno que se considerase acreedor a ello”. El documento fue dirigido a todos los militares, a las Diputaciones y, posteriormente, hecho público. La maniobra era perfecta, porque en la proclama se preguntaba a los destinatarios qué postura había de adoptarse ante tan óptimas proposiciones, y el pueblo, deseoso de terminar la guerra, podría exigir después responsabilidades a sus organismos autónomos caso de que estos las rechazasen.

Dos divisiones, la de Guipúzcoa y la de Vizcaya, cayeron en la trampa, y en sus contestaciones dieron libertad a Maroto para concretar el convenio, puntualizando, para más seguridad, la de Vizcaya que en las posibles negociaciones se tuviese como “base principal la conservación de los fueros. Poco después se dio a conocer el proyecto de convenio. Pero debido a que la cuestión foral no quedaba suficientemente garantizada. Algunos cuerpos de ejercito comprometidos rehusaron adherirse. En la obra Vindicación del general Maroto (Madrid 1.846) se dice concretamente que los batallones guipuzcoanos que cubrían la línea de Andoaín rechazaron el convenio, fundados “en que se faltaba a lo principal que los había estimulado antes a intentar separarse de ella (de la causa de don Carlos), y era la conservación de los fueros”.

No sólo fueron los guipuzcoanos los que resistieron al pacto en un principio. Otras fuerzas siguieron su ejemplo y por las mismas causas. Ello desesperó al general Espartero quien el día 1 de septiembre de 1.839, al siguiente de firmarse el Convenio de Vergara, lanzo una proclama especialmente dirigida a alaveses y navarros, más remisos que los demás a aceptar el acuerdo -Navarra jamás se adheriría-, en la que amenazaba a estos pueblos con represalias si no deponían inmediatamente las armas: ”Que no me vea en el duro y sensible caso de mover ostilmente el numeroso y disciplinado ejército que habéis visto. Que los cánticos de paz resuenen donde quiera que me dirija.” No obstante aún duraría la resistencia popular. El coronel Wilde, comisionado del Gobierno Británico para conseguir la paz a todo trance, lo reconocía así en un informe dirigido secretamente al Foreign Office desde Vergara el 5 de septiembre del mismo año -recogido, al igual que la anterior proclama, de la obra El campo y la Corte de don Carlos (Madrid 1.840)-, donde decía:

“Los vizcaínos, sin embargo, conservan todavía las armas y han manifestado estar dispuestos a conservarlas hasta que se resuelva la cuestión de los fueros.”

Inglaterra tenía importantes inversiones e influencias económicas en el Norte, especialmente en el País Vasco, y más exactamente en Bilbao. -Las Juntas Generales de Bizkaia impedían la comercialización del mineral de hierro vizcaíno y esperaban los británicos del liberalismo su pronta liberalización ya que solo podían comerciar con productos ya elaborados- Durante la primera etapa del conflicto, Inglaterra exigió ya al gobierno de don Carlos la toma de la plaza para concederle préstamos y hasta para otorgarle su reconocimiento, al menos como beligerante. Fracasado el sitio de Bilbao, que costaría la vida a Zumalacarregui, el Gobierno de Londres vio más posibilidades en Madrid, y al triunfo de este bando dirigió sus esfuerzos. A los -mal llamados- liberales les envió Inglaterra toda clase de ayudas, desde armas hasta un cuerpo armado. Sin embargo, la lucha se alargaba y su indeciso desenlace podía resultar peligroso para los intereses británicos en el caso de un triunfo carlista.

Ante ello, Londres inició la gran ofensiva diplomática: se estudiaron las aspiraciones o motivaciones populares de los voluntarios carlistas y se establecieron agentes cerca del territorio, especialmente en la frontera francesa.
Ya hemos visto, que Muñagorri se presento en Madrid, en enero de 1.835, para proponer un alzamiento anticarlista al grito de “paz y fueros”. Pues bien, en el mes de junio del mismo año, el periodico inglés Morning Chronicle publicó un artículo sobre el tema, al que pertenece el siguiente párrafo: “Conviene aconsejar al Gobierno de Cristina que proclame públicamente y asegure de un modo positivo a las provincias del Norte que sus fueros y privilegios serán guardados”.

Lo cual muestra una curiosa coincidencia de tiempo entre la propuesta inglesa y el inicio de la conspiración; coincidencia que se acentúa si reparamos en que la pequeña fuerza alzada por Muñagorri fue abastecida y armada por el comodoro inglés lord Hay, jefe de la estación naval inglesa de Pasajes, quien además, proporcionó asesores ingleses para instruir debidamente a los comprometidos.

Lo curioso es que, pese a todo ello, Inglaterra no perdió sus contactos con el Gobierno Carlista, por si los acontecimientos no se desarrollaban a favor de Madrid. Y aunque no oficialmente, sino a través de particulares, las negociaciones para proporcionar empréstitos y armas a los carlistas ser mantuvieron hasta casi el final de la guerra. Ciertas casas inglesas -también hubo bancas francesas- se pusieron en contacto con agentes de don Carlos para concederle un empréstito por un importe de 500 millones de reales.

Aviraneta -que nos narra las negociaciones acaecidas en 1.838- se atribuye el éxito de haber conseguido su fracaso. Como vemos, a Londres le importaba especialmente y por encima de todo que, fuese cual fuese el resultado del conflicto, sus intereses en España no saliesen afectados.
Pero de toda la intervención inglesa, lo más interesante para nuestro trabajo es la clara visión del problema que Londres tuvo desde un principio, y que se refleja claramente en los secretos informes intercambiados con sus agentes, así como en las sugerencias que dirigió al Gobierno de Madrid, todo ello recogido en la obra antes citada, “El campo y la Corte de don Carlos”. Dada la extensión y el elevado número de estos documentos, aquí sólo reproduciremos dos de las proposiciones que el Gobierno Británico hizo al de Madrid para que sobre ellas se firmase el acuerdo:

“Segunda. El reconocimiento de sus empleos y sueldos a los generales y oficiales de las tropas carlistas, y un olvido completo de todo lo pasado por lo relativo a delitos políticos. -Cuarta. Que se conservarán los fueros e instituciones locales de las provincias vascongadas, en cuanto dichos fueros e instituciones sean compatibles con el sistema de gobierno representativo adoptado en toda España y con la unidad de la monarquía española.”

El documento, mandado a su representante en España por el Foreign Office, tiene fecha 10 de agosto de 1.839. El general Maroto, como se recordará. Hizo públicas unas proposiciones prácticamente iguales el día 25 de agosto, es decir, solo unos días después, los indispensables para que llegase una carta a Madrid, y de Madrid al campo carlista…

La resistencia cedió, por último, en el norte, y la guerra terminó para vascos y navarros. Los voluntarios, aunque no con mucho convencimiento, aceptaron las vagas promesas de respeto de los fueros hechas por Espartero y volvieron a sus casas. En el ánimo de los combatientes había llegado a pesar en forma decisiva el deseo de paz, más aún cuando sus propias familias les instaban a deponer las armas; unas familias que también habían sido hábilmente trabajadas por los conspiradores en la retaguardia haciéndoles ver la ruina en que se encontraban sus tierras a consecuencia de la prolongada contienda, y de todos es conocida la psicología del medio agrario. Don Carlos pasó la frontera el 14 de septiembre de 1.839.

Sólo quedaron luchando Cabrera en el Maestrazgo y el conde de España, en Cataluña. Pero por poco tiempo, porque un año después, en 1.840, los últimos restos de los batallones carlistas pasarían a Francia tras el general tortosino, asediado por un ejército infinitamente superior, resultante de la concentración de todas las fuerzas cristinas antes traídas de en la pacificación del Norte. Se inauguraba con ello una estrategia que en la guerra de Carlos VII se reproduciría, pero al revés: terminación de la lucha en el País Valenciano y Cataluña, y posterior concentración de efectivos en el País Vasco Navarro. Veamos ahora las consecuencias que en cuanto a los fueros vascos tuvo la victoria liberal sobre los carlistas.

Los voluntarios, ya lo hemos apuntado, dejaron las armas con la general esperanza de que, si no iban a acrecentarse sus libertades, se mantendrían, al menos, en su total integridad los fueros, tan escrupulosamente respetados por el gobierno de don Carlos. El propio Espartero les había dado en diversas ocasiones seguridades en tal sentido. Incluso en el mismo Vergara, el duque de la Victoria les había dicho: ”No tengáis cuidado, vascongados; vuestros fueros serán respetados y conservados, y si alguna persona intenta moverse contra ellos, mi espada será la primera que se desenvaine para defenderlos.”

La arenga sería solo eso: una arenga de circunstancias para convencer a los últimos remisos. Los hechos posteriores demostrarían cuál era la verdadera intención del Gobierno de Madrid, del que en aquellos momentos era portavoz el propio Espartero.

Ya el artículo primero del Convenio de Vergara hacía muy problemáticas las seguridades dadas para la salvaguardia de la autonomía vasca. Su texto estaba redactado de la siguiente forma:

“El capitán general don Baldomero Espartero, recomendará con interés al Gobierno el cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o modificación de los fueros.”

Lo de “recomendar con interés” distaba mucho de la promesa de que su “espada será la primera que se desenvaine” para defender los fueros. Y en cuanto a la segunda parte, la tesis de que las Cortes de Madrid disponían de facultad para la “concesión o modificación de los fueros” representaba una completa violación del régimen autonómico del País Vasco.

Pero no acusemos sólo a Espartero de falta de palabra. Peor fue la actitud de los militares carlistas comprometidos con el pacto, que sacrificaron todo a su propia conveniencia, a la seguridad de su futuro. ¡ Y ahí sí que no se conformaron con promesas! Todo quedó perfectemente regulado y establecido. De los diez artículos del convenio, seis -del segundo al séptimo- estaban dedicados a garantizar, con el máximo detalle posible, el reconocimiento de grados, condecoraciones y empleos de los militares conformes en acomodarse a las exigencias de Madrid. Los tres artículos restantes se refieren a la entrega de material por los carlistas, a los prisioneros, y a la protección de viudas y huérfanos.

Nada más. (Siempre, al carlismo y al país, no le han ido nada bien los pactos y tratados con los militares) Por cierto que, unos meses después, el propio Maroto enviaría varias cartas a la reina gobernadora, a Espartero y al Ministerio de la Guerra para protestar de la falta de cumplimiento de algunas de las cláusulas del convenio, referentes… a viudas, huérfanos o situación especifica de antiguos compañeros. Lo foral seguía sin tener importancia para los mandos “convenidos”.

Las cartas pueden verse en Vindicación del general Maroto. Es decir, que siendo la cuestión foral el obstáculo principal para que el pueblo dejase las armas y la condición sine qua non reconocida por todos para llegar a un acuerdo, había quedado relegada casi a un simple formalismo sin importancia. De ahí la diferencia tan sustancial entre lo que había dicho Espartero y la redacción del artículo primero del Convenio. Los voluntarios desconocían esta redacción, que había quedado entre militares de ambos bandos, y fueron simplemente tranquilizados de palabra para reducir las últimas suspicacias. Pero las palabras desaparecían y lo escrito, que era lo verdaderamente importante, quedaba definitivamente como el auténtico espíritu del Convenio de Vergara”.

Así Maroto quedó como el mayor traidor conocido en toda la historia del Estado. Pasado el verano, pero aún viva la guerra que mantenía Cabrera, el Gobierno aceptó dar curso a la recomendación de Espartero. Presentando en las Cortes un proyecto de ley, que sería aprobado rápidamente, el 25 de octubre del mismo 1.839, con los votos de todos los diputados presentes -123- y los 73 senadores, y en cuyo texto se establecía:

Art. 1º Se confirman los fueros de las provincias Vascongadas y Navarra sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía.

Art. 2º El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, y oyendo antes a las provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las Cortes la modificación indispensable que a los mencionados fueros reclama el interés de las mismas, conciliado con general de la nación y de la constitución de la monarquía, resolviendo entretanto provisionalmente y en la forma y sentido expresados, las dudas y dificultades que puedan ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes.

La ley, como vemos, estaba redactada de forma confusa y contradictoria. Si se confirmaban los fueros, ¿cómo podía mantenerse “la unidad constitucional de la monarquía”? Esto en cuanto al artículo 1º, que en lo tocante al 2º, bien se ve que violaba claramente el derecho de los vascos a legislarse a través de sus propias Juntas Generales sin interferencias de ningún poder.

Las actitudes claudicantes que podemos observar en los actuales gobiernos del PNV tienen su origen en aquellas diputaciones que funcionaron como auténticos gobiernos títeres del más rancio y antivasco liberal-capitalismo bilbainista.

Un Real Decreto de 16 de noviembre de 1.839 estableció las condiciones con arreglo a las cuales se confirmaban los fueros. En definitiva, era un desarrollo articulado del espíritu de la anterior Ley de 25 de octubre. Las Diputaciones constituidas al amparo del Real Decreto estaban formadas a imagen y semejanza de los vencedores. De su “independencia” puede ser buena muestra el párrafo que a continuación reproducimos de una carta o mensaje de agradecimiento que la Diputación de Vizcaya, juntamente con el Ayuntamiento de Bilbao, dirigió a la reina gobernadora:

“Obligados por sus fueros a defender a su Señor y a seguirle en la guerra, todos ellos (los vizcainos) se levantaran en masa si es necesario, al llamamiento de vuestra majestad empuñaran de nuevo las armas, no las depondrán hasta haber destruido su último enemigo, y aquellos que engañados siguieron el bando del pretendiente borraran con su sangre, la sangre que malamente vertieron por él.”
Semejante barbaridad puede ser comparada como si, por ejemplo, hoy en día el Gobierno francés ensalzara al Mariscal Petain y manifestara que el Gobierno de Vichi fue el gran bien de la Francia ocupada. Los despropósitos del PNV al ensalzar aquellas diputaciones, ignoran la reacción popular y la siguiente guerra carlista en Euskal Herría. Guerra, por cierto, de voluntarios frente a un ejercito gubernamental.

Las Juntas Generales gozarían, por su parte, de idéntica “independencia”. Reunidas poco después de la publicación de Real Decreto, sus primeros acuerdos se encaminaron igualmente al loor y lisonja de los vencedores. La de Vizcaya, reunida en Guernica el 11 de diciembre, nombró diputado general a Esparto; la de Alava, en Asamblea General de 16 de diciembre, endosó al caudillo vencedor los títulos de “Protector del País Vascongado” y “Padre de la Provincia”, y para no quedarse atrás, la de Guipúzcoa, en sesión del 17, celebrada en Deba, designo al mismo hombre “Hijo Adoptivo de la Provincia “, amén de diputado general. Para que decir que todos estos acuerdos estaban convenientemente aderezados con entusiastas adhesiones a Isabel II y a la reina gobernadora, aprovechando el capítulo de gracias para elogiar a Maroto y a Muñagorri, entre otros artífices de lo de Vergara.

El servilismo -algunos tratadistas lo califican de oportunismo o maniobra para preservar en lo posible el régimen foral ante el desastre que se presumía- (ya hemos visto que el ataque foral viene de las Cortes de Cádiz) llegó a su zenit en el caso de la Diputación de Navarra, también constituida provisionalmente en 1.939 tras la conclusión del convenio. En una exposición dirigida el 24 de octubre por el expresado organismo a la reina gobernadora, y que puede entenderse como un respaldo al Real Decreto inmediatamente posterior, de que hemos hablado, la Diputación afirmaba cosas como éstas:

“La Navarra quiere la Constitución del Estado del año 1837: esto es lo que ante todas las cosas quiere. Todo lo que tienda a tergiversar este hecho es falso y, además perjudicado a Navarra. Miles de navarros han derramado su sangra en los campos de batalla por ese ídolo, y miles de navarros están dispuestos a derramarla de nuevo antes que se les arrebate esa prenda de seguridad, esa garantía firme de las libertades públicas y el trono de Isabel II. También quieren los navarros sus fueros, pero no los quieren en su totalidad: no estamos en el siglo de los privilegios ni en tiempo de que la sociedad se rija por leyes del feudalismo. Cuando se han proclamado los principios de un ilustrada y civilizadora legislación. La Navarra no puede rehusarlos.”
Y reiteraba la misma Diputación -que, por cierto, se autocalificaba a sí misma en el documento de “provincial”, cuando hasta entonces el adjetivo era de “foral”- su adhesión al sistema constitucional en los siguientes términos:

“Confírmense los fueros de Navarra salva la Constitución del Estado. Quede ilesa y preservada para Navarra la Constitución de la monarquía, y así habrá un lazo de unión y un norte fijo, que conducirá infaliblemente al puerto de salvación y evitará por siempre todo naufragio. Planifíquense los fueros, desde luego, en la Navarra, pero que sea siempre salva la Constitución, sea ésta su primera ley fundamental.”
Aparte del significado que quiera darse al documento, es interesante ver el concepto que los redactores del mismo tenían de los fueros, porque, según ellos, éstos eran “privilegios” y “leyes del feudalismo”, lo cual es bastante paradójico si pensamos que al mismo tiempo estaban pidiendo que se mantuviesen.

El fallo residía, a todos luces, en que aquellos redactores eran liberales, por lo cual, y pese a su fuerismo, rendían sus propias libertades comunitarias a la abstracción constitucional que estimaban más acorde con el “siglo”. Su foralismo, si realmente existía, era subsidiario, sin fe alguna en las posibilidades de la evolución y reforma que un régimen de representación democrática, como el vasco o el navarro, podía ofrecer a través del cauce legislativo de unas Cortes regionales plenamente restauradas. Porque era cierto que los fueros necesitaban de una actualización que les hiciese salir de su anquilosamiento multisecular y, en buena parte, clasista; pero nunca por ello podía someterse el sistema autonómico de un país a unas leyes generales, extrañas, en definitiva, y de las que, por supuesto, no saldría jamás la necesaria reforma legislativa foral.

Y ya que hemos hablado de la posición contemporizadora -llamémosla así- de las nuevas Diputaciones establecidas por los vencedores, comparemos su actitud, nada preocupante para el Gobierno de Madrid, con la de los organismos homónimos en el territorio carlista, tanto en la primera como en la de Carlos VII. Estas últimas, lo hemos visto, no admitían la más mínima violación de sus propias autonomías. Ni una leve injerencia en sus gobiernos respectivos por parte de cualquier autoridad civil o militar carlista, aunque fuese la del rey. La diferencia estriba, pensamos, en que las Diputaciones carlistas estaban en manos de verdaderos convencidos de la tarea que desempeñaban, de auténticos fueristas que, ponían a su comunidad por encima de ideas y de hombres, y también en que eran representativos de quienes les habían elegido y de los que luchaban con las armas por lo mismo que ellos defendían en la administración. Su autoridad era indiscutible, lo cual, unido a que los gobiernos carlistas -por convencimiento o conveniencia- facilitaron esas realidades de independiente autogestión, hace que hoy contemplemos a las Diputaciones carlistas como la última ocasión de plenitud autonómica de nuestra historia contemporánea.

Dos años después, Espartero, ya dueño absoluto del poder tras haber sido designado Regente del Reino como consecuencia de la marcha de María Cristina en 1.840, promulgó un nuevo Real Decreto que aclararía definitivamente cualquier duda que aun existiese en torno al sentido antiforal de la política seguida por los vencedores. El Decreto, de fecha 29 de octubre de 1.841, se dictó con la excusa de “reorganizar la administración de las provincias Vascongadas” y para preservar “el principio de unidad constitucional sancionado en la Ley de 25 de octubre de 1.839”, como se decía en el encabezamiento del nuevo texto legal. Su fin era asestar el golpe de gracia a la menguada supervivencia autonómica vasca. El artículo 9º, concretamente, abolía la fundamentalísima institución del “pase foral”, arma legal de los vascos para defenderse de las arbitrariedades, intromisiones o injerencias legales del poder central. Dicho artículo estipulaba:

“Las leyes, las disposiciones del Gobierno y las providencias de los tribunales se ejecutarán en las provincias Vascongadas sin ninguna restricción, así como se verifica en las demás provincias del reino,”
El “pase foral” ya no se restablecería hasta que en la guerra de Carlos VII se restauraron en toda su integridad los regímenes autonómicos vascos.
En virtud de los demás artículos del Decreto, los vascos perdían asimismo el régimen especial de sus Ayuntamientos. Veían sustituidos los corregidores por jefes políticos nombrados por el Gobierno -los que posteriormente se denominaron gobernadores-. Quedaron suprimidas las Juntas Generales -poder legislativo vasco- y las Diputaciones Generales -poder ejecutivo-, siendo reemplazadas por las Diputaciones Provinciales. Se impuso un sistema judicial igual al resto de la monarquía y, en general. Toda la vida del país, en cualquiera de sus aspectos, quedó indefensa y a disposición del poder central.

La resistencia a tales disposiciones fue mínima en el País Vasco. Alguna protesta de Alcalde, como la del de Azpeitia, que junto con todo su Ayuntamiento se negó a acatar a un jefe político impuesto -por lo que fue detenido-, y alguna fuerte discusión en la Cámara de Diputados o en el Senado originada por los representantes vascos. Nada más. El pueblo estaba cansado de guerra, la resistencia de Cabrera había cesado un año antes -no había, pues, peligro de una reactivación-, el territorio vasco seguía militarmente ocupado, y la articulación del sentimiento foral, al margen del carlismo, no se podría iniciar hasta 1.850. Estaba prohibido hasta gritar:

“¡Vivan los fueros!”