¿Es política o antipolítica?

Debo reconocer que muchos comportamientos políticos de nuestros representantes públicos me tienen un tanto desconcertado. No debe de ser solo a mí, porque a tenor de los últimos sondeos de opinión pública difundidos por el CIS, la llamada “clase política” aparece en el segundo nivel de preocupación de los españoles.

Entiendo que este asunto tiene que ver no solo con el ámbito de la pura política, sino también con el de la ética política, entendida ésta como el noble ejercicio de adecuar la acción política de los representantes públicos al interés genuino de sus representados, a los que se deben y sirven. Y cuando en esa relación saltan las alarmas y el representado expresa una creciente lejanía o divorcio de sus representantes, algo nos está alertando de una posible disfunción no solo política, sino también ética.

He aquí algunas muestras de lo que podríamos llamar política negativa o, si se quiere, antipolítica.

1. Infravaloración de la palabra y el debate de ideas frente al auge de los mensajes simplificados o los argumentarios enlatados. No interesa tanto el contenido de las propuestas que se discuten cuanto el formato en el que se difunden. La Red acoge por igual verdades, medias verdades y mentiras. No importa tanto el contenido de lo que se difunde sino su capacidad para generar adhesiones acríticas. Como afirma el escritor Carles Casajuana, “para muchos la viralidad se ha convertido en el valor supremo. Que una noticia sea o no cierta es secundario. Lo que cuenta es que sea retuiteada velozmente por los lectores”. En lugar de propiciar el debate, se crean burbujas informativas que llevan a los ciudadanos a reafirmarse en lo que ya piensan.

2. La emoción desplaza a la razón en el debate político. Se trata de excitar emociones antes que razones, vencer más que convencer, combatir más que debatir. El monólogo ha desplazado al diálogo. En una sociedad democrática desacralizada, el marco del debate debería ser el de la discusión racional sobre objetivos y medidas y no una apelación a la excitación emocional en la que los sentimientos operan como fuente de legitimidad. Se atribuye a la emoción una calidad moral de la que carece, en consonancia con la apreciación del escritor Pérez Viejo de que “hay que ver la política como una actividad racional y no como una teología sentimental”.

3. La exclusión, como nueva bandera. Nunca habían  proliferado tanto en la historia de nuestra democracia los “cordones sanitarios”, las “líneas rojas”, los “vetos cruzados”… La política se ha vuelto dogmática, excluyente, esencialista, de trinchera… Los grupos políticos caen con facilidad en el dualismo de vivir de la aclamación interior (de los suyos) y la exclusión  (de los otros). Como afirma el sociólogo y escritor Daniel Innenarity, “se persigue el liderazgo en la propia hinchada, que premia la intransigencia, la victimización y la firmeza”, sin reparar en que “con amigos dentro y enemigos fuera no se hace casi nada en política”.

4. La cultura del pacto y el acuerdo no goza de buena salud en la actual coyuntura política. La nueva fragmentación  del actual sistema de partidos invitaría a todo lo contrario, a una cultura más pactista, a hacer concesiones recíprocas, a fomentar la colaboración mutua. Sin embargo, no solo escasea el pacto, es que con frecuencia se alardea del no-pacto cuando se afirma con orgullo  que “nosotros no nos hemos movido de nuestras posiciones…, son otros”. Se hace bandera del inmovilismo, se califica de “traición” cualquier concesión acordada. En lugar de gestionar el nuevo pluralismo de partidos, hemos pasado del bi-partidismo al bi-bloquismo, manteniendo la incomunicación entre los bloques y rehuyendo la transversalidad entre los mismos. En lugar de una gestión de intereses contrapuestos, con demasiada frecuencia  la política parece un escaparate para la exhibición de las peores artes de la confrontación.

Mantenerse fiel a los principios que te vinculan con tus representados es una actitud noble, pero ello no puede estar reñido con la flexibilidad y la capacidad de crear espacios para la transacción y el acuerdo. Dice Innenarity que “muchas experiencias históricas ponen de manifiesto que los partidos dan lo mejor de sí mismos cuando tienen que ponerse de acuerdo, apremiados por la necesidad de entenderse. Gobernar requiere oponentes con los que colaborar y no tanto enemigos a los que desacreditar”. Todo ello desemboca en la crispación y la polarización y cuanto más polarizada está una sociedad menos capaz es de avanzar y de propiciar transformaciones.

5. Exceso de sobreactuación. Ya sabemos que una cierta dosis de teatralidad acompaña a la escenificación de la contienda política. Sabemos  que además  de gestores, los políticos son también actores. Y por ello, en la difícil tarea de convencer concurren un abanico de artes y técnicas tendentes a ganarse el favor de los ciudadanos. Comunicar bien ya es tener ganada la mitad del camino hacia la meta. Y esa obsesión por ganar a toda costa la batalla de la comunicación, explica en parte la tendencia de los políticos a sobreactuar, a enfatizar a veces hasta extremos grotescos la defensa de sus postulados. Hemos convertido la política en una campaña electoral permanente, donde las reafirmaciones en las bondades de uno contrastan con el énfasis en las maldades de los demás, proyectando una imagen degradada del combate político, más cercana a un ring de boxeo que a un ágora parlamentaria.

6. Distanciamiento entre la sociedad y sus políticos. El filósofo Spinoza ya afirmaba de manera clarividente que la democracia, que es el más “conflictual”de los regímenes políticos es, por eso, “el más natural” y el mejor. Y es que el conflicto es un ingrediente esencial de las relaciones sociales, tanto a nivel colectivo como individual. Por ello, la política debe entenderse como la adecuada  gestión de intereses contrapuestos en el espacio público. Si la gestión conduce a exacerbar y polarizar las diferencias naturales entre los grupos, la sociedad resultará más fraccionada y la brecha social y política será mayor. Y viceversa.

No pretendo contraponer una imagen angelical de los ciudadanos frente a otra diabólica de sus políticos, lo cual sería un apriorismo tan falso como peligroso, sino poner de manifiesto que los grupos sociales no son impermeables a las dinámicas de sus élites representativas. Conviene no olvidar además  que con la acción política no solo se hace política, sino también pedagogía. Y convertir aquella en la exhibición del desencuentro y la confrontación choca de lleno con la ética de la responsabilidad y va en dirección opuesta a la aspiración de fomentar una sociedad más cohesionada.

Concluyo. Los rasgos descritos en esta reflexión se están instalando con demasiada naturalidad y persistencia en la política española. Y tienen efectos negativos de índole tangible, porque el bloqueo lleva a la parálisis en la acción de Gobierno con consecuencias materiales para la vida de la gente, pero también con efectos intangibles, aunque no menos reales, como la inoculación progresiva de un clima de desconfianza y desafecto hacia la acción política. Y no olvidemos que el descrédito “entre los políticos” no termina ahí, sino que es la antesala al descrédito “entre la sociedad y sus políticos”. La percepción  de buena parte de la ciudadanía, al señalar la acción de sus representantes como parte  de sus problemas más que de sus soluciones, invita con urgencia a una reflexión compartida y ojalá que a una rectificación del rumbo.

 

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