En nuestro país casi todos sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de “la ley del embudo”, a saber: se trata de aquella norma con apariencia de ley formal que a la hora de ser aplicada es interpretada en sentido más o menos favorable dependiendo de quien sea el ciudadano o la persona jurídica que resulte obligada a su cumplimiento.
Estos últimos días me ha venido a la memoria un clásico aforismo, pero de rabiosa y triste actualidad, que se utiliza en el ámbito de los juristas y que reza así: “Fiat iustitia, pereat mundus”. Que traducido al román paladino significa algo así como: Hágase justicia aunque el mundo se hunda -perezca-. Nunca he compartido semejante forma de entender la justicia la cual, desde mi punto de vista, se retrotrae poco menos que a los tiempos del Antiguo Testamento, -ese periodo en el que floreció la casta y las pugnas entre los fariseos y los saduceos,- en un olvido total del mensaje y de las enseñanzas que en años posteriores nos dispensó una persona de nombre Jesucristo.
Creo que resulta también procedente la cita de otro aforismo, “latinajo” si se prefiere, y que esta vez no precisa ser traducido: “Dura lex sed lex”. A buen seguro que este principio del Derecho cabe atribuirlo a la época dorada de Roma, pero adviértase que empalma a la perfección con la mentalidad y la filosofía del antiguo Israel.
Un tribunal que no respeta un principio tan universalmente reconocido como lo es el de la separación de los poderes, no merece el honor de llamarse “constitucional”, sino que sería más justo que se le conociera bajo la denominación de tribunal del embudo.
Desde mi perspectiva de ciudadano de a pie que se cabrea cuando alguien le pisa y además se le cachondea, declaro públicamente que me gustaría un montón que, al igual que en el suceso relatado por uno de nuestros clásicos autores, la especie de alguaciles que nos acaban de obsequiar a los españoles con algo que se puede calificar de esperpento, terminen también por resultar ser “alguacilados”.
Martxueta Zaharra.